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jueves, 30 de octubre de 2014

Dicen que nos arrojan a la existencia sin manual de instrucciones. Buena metáfora porque el contenido de trascendente es inexpresable. Tengo que escribir una historia porque una vez hace mucho, mucho tiempo, casi en otra dimensión, quise ser escritora. Porque creí que la creación le da sentido al absurdo de la existencia. Durante años leía y escribía para sobrevivir, el desconcierto y la depresión rondaban una casa que debía haber sido hogar. La inexperiencia templaba mis deseos suicidas argumentando que no sabía nada, que no había comenzado a vivir. E imaginaba que la vida era una buena novela. Naturalmente, como todos, estaba segura de que el futuro sólo podía ser mejor, dadas las circunstancias. Estrene democracia, fin de carrera, amor, oposiciones… al unísono, mientras me zambullía en la movida. El mundo se reveló multisensorial, gustoso, generoso y rico como la naturaleza. La conciencia se hizo para-sí y el ego casi desapareció. El yo como todo, era un territorio donde crear jugando, la belleza y el gozo. Nos vestíamos, nos trasformábamos en el infinito universo de las posibilidades. Y, viajábamos mucho, conocer era nuestra religión. En el fogoneo de la juventud la vida se asegura que todo sea prístino aunque es siempre la eterna danza de Kali.

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